En un lugar de la Mancha , de cuyo nombre no
quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las
tres partes de su hacienda.
El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
TEXTO
ADAPTADO
En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no
quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo
de escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor. Llevaba una vida acomodada, aunque sin grandes lujos, y en su casa
nunca faltó comida, ni ropa con la que vestirse en los días de fiesta.
Vivían con él un ama,
que tenía más de cuarenta años, y una sobrina,
que no llegaba a los veinte. Había también un criado,
que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.
Don Alonso Quijano, que así se llamaba el
hidalgo, tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y
cara delgada, gran madrugador y amigo de la
caza. Como vivía de rentas, es decir, sin trabajar, tenía mucho tiempo libre, y
lo empleaba en leer libros de caballerías, con tanta afición que olvidó la caza
y hasta la administración de su casa, e incluso llegó a vender muchas de sus
tierras para comprar todos los libros que pudo. Su obsesión llegó al punto de
hacerle perder el juicio a don Alonso, en su afán por comprender el sentido de
semejantes lecturas, que —por cierto— le gustaba compartir con el cura de su aldea, un hombre culto con quien discutía sobre cuál
había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula.
Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó
el cerebro y se volvió loco. Cuando perdió la
razón por completo, discurrió el mayor disparate
que jamás se le haya ocurrido a nadie: convertirse en caballero andante e irse
por todo el mundo para hacer frente a los más difíciles peligros y así lograr
fama eterna.
Para llevar a cabo su plan, necesitaba, en
primer lugar, unas armas, de manera que limpió y reparó las que habían sido de
sus bisabuelos. Fue luego a ver a su caballo—que, aunque estaba muy flaco, le
parecía que ni el Babieca del Cid se podía comparar con él—, y, después de
mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo
que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos
los rocines del mundo.
Cuando puso nombre a su caballo, quiso
ponérselo a sí mismo. En ello estuvo cavilando
ocho días, hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís
había añadido a su nombre el de su tierra, y se lo conocía por Amadís de Gaula.
Como buen caballero, él hizo lo mismo, y se llamó don Quijote de La Mancha.
Le faltaba buscar una dama de quien
enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y
sin fruto. No tardó en encontrarla: Aldonza Lorenzo, una moza labradora de muy buen ver de la que había estado
enamorado —aunque ella jamás se había enterado—, a la que su imaginación
transformó en princesa y gran señora, merecedora de un nombre como Dulcinea,
Dulcinea del Toboso (pues había nacido en este pueblo).
Explica el significado de las
palabras en rojo.
1. ¿Cuándo y dónde vive don Quijote?
2. ¿Con quién vive?
3. ¿Cómo es?
4. ¿De qué vive?
5. ¿Qué aficiones tiene?
6. ¿Qué le sucede por leer tanto?
7. ¿Qué es un caballero andante?
8. ¿Qué necesitaba para ser un caballero andante?
Acabados estos preparativos, no quiso esperar
más tiempo para echarse a los caminos. Así, sin decir nada a nadie, una
calurosa mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre
Rocinante y salió al campo, muy contento de hacer realidad sus deseos. Sin
embargo, en seguida cayó en la cuenta de que había olvidado un último detalle:
según la ley de la caballería, debía ser armado caballero para poder utilizar
las armas en combate. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo
más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrase le pediría
que lo armase caballero, tal como había leído en sus libros.
Caminó todo el día y no sucedió nada, por lo
que él se desilusionaba, pues deseaba demostrar su valor y la fuerza de su
brazo.
Al anochecer, su rocín y él se encontraban
cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes, buscando algún
castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando descubrió una venta
o posada, a la que se dirigió rápidamente. Estaban en la puerta dos mujeres
mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se
imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballerías, la
venta le pareció un castillo, y las mujeres, dos hermosas doncellas. Las mozas,
al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron
corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con estas palabras:
Non
fuyan las vuestras mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca a la órden de
caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas
doncellas, como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote les dijo:
Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo.
Mirábanle las mozas y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera, que Don Quijote les dijo:
Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero non vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante, que el mío non es de al que de serviros.
El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero, acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo.
En esto, apareció el ventero, quien
ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció algo para cenar, un
bacalao mal cocido y un pan negro como el alma del demonio, que don Quijote comió
con prisa, preocupado por la idea de ser armado caballero cuanto antes.
Ansioso, se encerró con el ventero en la cuadra, se puso de rodillas y le dijo:
—No me levantaré jamás del suelo, noble señor,
hasta que me concedáis el don que quiero pediros: que me arméis caballero. Esta
noche, en la capilla de vuestro castillo, me quedaré despierto velando las
armas y mañana se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir como se debe por
las cuatro partes del mundo y socorrer a los necesitados.
El ventero en seguida se dio cuenta de que
estaba loco y, para divertirse, le siguió la broma. Le dijo que en su castillo
no había capilla donde velar las armas, pero que podía hacerlo en el patio, y
que ya por la mañana se celebrarían las debidas ceremonias.
Así que don Quijote salió a un patio grande
que había en la venta, se quitó la armadura, la dejó en un abrevadero y, muy
serio, empezó a pasearse alrededor. Uno de los arrieros que allí había quiso
dar agua a sus animales, por lo que tuvo que quitar las armas que don Quijote
había colocado en el pilón. Este, al verlo llegar, le advirtió:
—Pero ¿qué haces, canalla? No toques las armas
del más valeroso caballero andante si no quieres perder la vida por tu
atrevimiento.
El arriero no hizo caso de estas razones y las
tiró tan lejos como pudo, pensando que eran trastos viejos. Entonces, don
Quijote levantó la lanza y le dio un golpe tan grande en la cabeza que lo
derribó al suelo y lo dejó malherido. Luego, recogió sus armas y volvió a
pasearse como antes.
Los demás arrieros, cuando vieron lo sucedido,
comenzaron a tirarle piedras a don Quijote —quien, escondido tras su escudo,
amenazaba con castigar tal ofensa—, hasta que el ventero logró detenerlos
diciéndoles que se trataba de un loco.
Finalmente, el ventero se acercó a él y le
propuso armarlo caballero allí mismo, en mitad del campo. Sacó el libro donde
anotaba los gastos de sus clientes y, acompañado por un muchacho y las dos
conocidas doncellas, comenzó la disparatada ceremonia. Mandó ponerse de
rodillas a don Quijote, fingió que leía una oración, levantó la mano, le dio un
buen golpe en el cuello y después otro con su misma espada, siempre hablando
entre dientes, como si rezara.
Al terminar, don Quijote preparó a Rocinante,
abrazó al ventero y le pidió que le abriera las puertas de su castillo, pues
debía partir cuanto antes para ayudar a las viudas y los huérfanos.
—Primero tendréis que pagarme la cena y la
paja de vuestro caballo—le advirtió el posadero.
—No puedo pagaros —respondió don Quijote—;
nunca he leído que los caballeros andantes lleven dinero encima.
—Los libros no lo dicen porque está claro como
el agua—explicó el ventero—, pero los caballeros llevan siempre dinero y
camisas limpias. Y sus escuderos cargan con vendas y pomadas por si acaso han
de curar las heridas de su señor.
Don Quijote prometió seguir los consejos del
que creía amo del castillo, y, contento de verse armado caballero, salió de
allí al amanecer.
- ¿Qué necesitaba aún don Quijote para ser
un caballero andante?
- ¿A dónde llega por la noche y a quién encuentra
don Quijote? ¿Qué es lo que cree
don Quijote?
- ¿Cómo es el lenguaje que utiliza don
Quijote?
- ¿Consigue el protagonista satisfacer su
última necesidad?
- ¿El ventero hace lo que le pide don
Quijote? ¿Por qué?
- ¿Por qué el ventero lo considera un loco?
- ¿Por qué unos arrieros le tiran piedras
al protagonista?
- ¿Por qué don Quijote no quiere pagarle al
ventero?
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