¿Es verdad que España e Italia son dos pueblos tan semejantes? Así
lo piensan muchos. Por mi parte, tras haber pasado casi la mitad de la vida en
Italia, cada día estoy más convencido de que, al revés, somos dos pueblos
profundamente distintos. Casi en todo, si se exceptúan el sol, las naranjas y
el aceite, magníficos, por cierto, en ambos países.
Lo que a muchos engaña, casi como un espejismo, es la simpatía y
atracción casi instintiva entre los hijos de Dante y de Cervantes. Pero podría
ser muy bien que el motivo de tal atracción consista precisamente en esa
diversidad que nos distingue. Para probar la atracción recíproca suele alegarse
que son dos pueblos latinos. Pero latinos son también los franceses, y no es lo
mismo. 0 que somos mediterráneos, pero hija de ese mar es Grecia, y también con
dicho país las cosas son distintas. Pero, exceptuada esa atracción curiosa que
podría tener como explicación una virtud común de saber acoger a los demás, en
el resto somos dos países muy diferentes.
Se ha llegado a creer que españoles e italianos se entienden en
seguida sin haber estudiado antes los respectivos idiomas. Nada más falso. Son
dos lenguas que no se pueden entender ni menos hablar si no se estudian a
fondo. De hecho, todos los hombres públicos de ambos países acaban echando mano
del intérprete.
Otra cosa que puede engañar es que Italia es quizá el único país
del mundo con tal capacidad de aceptación y tan escasos sentimientos
chovinistas que basta que sepas 10 palabras de su lengua para que te piropeen
diciéndote que la hablas divinamente. Pero ambos idiomas son tan distintos como
la gente que los habla. Una vez fui testigo en la trattoria romana La Toscana,
en la Fontana de Trevi, de algo muy curioso y sintomático. Un español recién
llegado de Francia se quejaba del carácter antipático de los franceses, y me
decía: "Aquí da gusto, te entiendes en seguida con la gente". Y
mantuvo una larga conversación con un camarero, entre risas y palmotadas en la
espalda e intercambio de fotos y de señas. Pero de lo que no se enteraron fue
de que durante todo el tiempo el español hablaba de un tema y el camarero de
otro. Entenderse ni pío, pero salieron convencidos de que habían hablado de lo
mismo. Si Camilo José Cela pudo decir hace poco en Roma que el castellano es
como "un toro enfurecido", el italiano está a mil leguas de distancia
de tal furor taurino, ya que recuerda más bien el retozar de un corderillo en
el campo.
Hay palabras españolas que a los italianos les suenan como
latigazos, empezando por “cabrón”. Qué tragedia para un italiano la jota o la
ge, o la zeta. Tengo amigos que desde hace 15 años siguen llamándome Kuan.
Imagínense si me llamase Jorge. Hay palabras, como cincel, o zancajear, o
zurriagazo, que son chino cuando las pronuncia un italiano, como es casi
imposible que un español consiga pronunciar correctamente el nombre del gran
escritor siciliano Sciascia. Además, el italiano usa infinitamente más que
nosotros la metáfora, la metonimia, el eufemismo y todo tipo de figuras
retóricas. Nunca son los italianos lingüísticamente tan drásticos como los
españoles cuando tienen que ofender o defenderse o dar órdenes o condenar.
Pero no es sólo la lengua. El español es radical y drástico casi
en todo: actitudes, expresiones... El italiano es posibilista y conciliador. El
español se rompe, el italiano se dobla. El carácter hispano está hecho de
acero; el italiano, de goma. Aquí la gente se pelea con las manos abiertas, y
entre nosotros, con los puños cerrados. Italia es el país de la diplomacia. La
vaticana nació aquí y sigue siendo insuperable. En ella se enseña que ningún sí
ni ningún no deben serlo nunca definitivamente. Por eso, para un italiano todo
es posible, y no existen caminos sin retorno. Ni hay para ellos ley sin
escamoteo, aunque hayan sido los creadores del Derecho. Es un pueblo que
soporta muy mal la ley, y acaba creándosela a su medida. Cuando se implantó el
impuesto del valor añadido (IVA), antes de un mes había salido ya a la calle un
librito que se titulaba Los 100 modos para no pagar el IVA.
El italiano no soporta las colas ni la disciplina, y, cuando
puede, se cuela. Y. esta astucia tiene ya un nombre en el extranjero., se llama
actuar "a la italiana".
El español es pasional; el italiano, sentimental. El Quijote no
hubiese podido ser engendrado en Roma, en Nápoles o en Florencia, aunque Cervantes
conoció y viajó por este país.
El heroísmo como concepto no es italiano. Los héroes en este país
son siempre individuales, aunque muy numerosos en su historia. Ni el dogmatismo
ni el fanatismo, ni tampoco la intransigencia o el nacionalismo son frutos
italianos.
El machismo es español, pero es italianísimo el mammismo. En
Italia casi todo tiene un cierto deje o sabor femenino, y los niños son siempre
los reyes del cotarro.
Aquí el arte tiene género femenino, y hay objetos que en España
jamás podrían ser femeninos, y aquí lo son, como el coche o el aguardiente.
Curiosamente, las flores y la miel son, sin embargo, masculinos. De las flores,
un amigo mío italiano me dijo que quizá se deba a que los italianos las ven
como "los órganos sexuales de las plantas". Y creo que lo son.
Gustan en italiano las formas esféricas, típicas del género
femenino. Redonda es hasta la pizza, y casi el número infinito de sus pastas.
El balón, en italiano, es de género femenino (la palla), y también el equipo de
fútbol (la squadra).
Es muy femenino el deseo innato de agradar que tiene todo
italiano. Por eso se estrujan la fantasía, que la tienen a raudales, para que,
todos se queden contentos. En los bares puedes pedir un café hasta con 15
modalidades distintas. En el cine hay poltrona y poltronissima, que es como
butaca y butaquísima. Y en el campo de los helados es ya imposible contar las
variedades. Los hay hasta semifríos. Y en ningún país de Europa hay tantos
partidos políticos y con tantos grupos distintos en el interior de cada uno
como en este país. Aquí tiene que haber siempre infinitas posibilidades de todo
para todos. Cada italiano se siente un artista, un poeta o un inventor. Creo
que es el país con mayor número de ciudadanos que han publicado algo en su vida,
aunque sea pagándoselo de su bolsillo. O que se jacten de haber inventado algo,
o que hayan tratado de pintar alguna vez. Y el italiano medio tiene un dominio
de su lengua muy superior al nuestro.
Llevan en la sangre el sentido de la estética, y lo reflejan hasta
en la sopa. La belleza es el único dogma en un país que no ama las ideologías.
Y son artistas en el arte de salir del paso. La famosa economía sumergida, que
está salvando la crisis económica de los últimos tiempos, no es otra cosa que
un alarde de ingeniería creativa.
Sin fantasía, este país se hubiera muerto ya de hambre. Porque es
gente que cree más en los favores que en la justicia, en el amigo que en el
Estado, en las recomendaciones que en el Gobierno. Buscan la recomendación hasta
en los muertos. Y la muerte es otro abismo que separa a los dos pueblos. El
"viva la muerte" es lo menos italiano que se pueda concebir. Aquí
nadie dramatiza la muerte, la remueve.
El Viernes Santo no se nota. Les gusta la Pascua, la vida. Hay un culto
increíble a los muertos, pero concebidos como vivos, como intercesores. Cuando
pasa un coche de la funeraria es fácil que un español se quite el sombrero o se
santigüe. Aquí es más fácil encontrar quien hace gestos muy expresivos, como
tocar hierro o madera, u otras cosas. Aquí no se nombra nunca en las
conversaciones ni en la Prensa la palabra "cáncer", refiriéndose a
una persona enferma. Se dice que fulanito o zutanita están mal. Se dice que están
"poco bene". El místico desahogo de Teresa de Ávila "muero
porque no muero" es lo más lejano a la espiritualidad de Francisco de Asís.
En otro campo, la envidia es típicamente española, mientras es
italiana los celos. Y los psicólogos saben muy bien la profunda diferencia que
separa a estos dos sentimientos.
Al revés, el honor, la caballerosidad, la fidelidad a la palabra
dada son virtudes típicamente españolas, mientras es italiana la pillería, la
famosa furberia. Para ellos, poder
saltarse impunemente una ley a la torera es más que un deshonor, una hazaña. De
ahí la desconfianza del turista extranjero cuando llega a Italia. Todo ello es,
probablemente, fruto de una habilidad ancestral frente al dominador de turno.
Alguien me dijo un día que Italia era como una gran autopista por la que ha
pasado medio mundo saqueándola, y que por eso se han agudizado tanto en este
país los mecanismos de defensa.
Como es muy italiano el no decir nunca que no. En España se dice sí, señor, en Italia señor, sí, que es mucho más reverencial.
Empezar diciendo no es para un italiano como confesar la propia impotencia. Si
el orgullo es español, el deseo de congraciarse con el prójimo, de conquistar
más amigos, de ayudarte a salir de un apuro son todas cualidades muy italianas.
Hay quien supone que se trata de una disponibilidad interesada, ya que los
italianos tienen, como carácter, una propensión congénita a la mafiosidad,
concebida en su acepción ancestral de necesidad de padrinazgo que lo defienda
contra un Estado que siente hostil. Es, dicen, como si el italiano intuyera en
cada favor hecho un amigo y protector potenciales. Es posible, pero, tras
tantos años en Italia, confieso que si me encontrase un día en un apuro querría
tener un italiano a mi lado.
Con un español me siento más seguro, sin embargo, cuando me jura
algo. De su palabra me fío más. Y es algo que lo siente y envidia el mismo
italiano, que sueña para su país un suplemento de seriedad, mientras creo que
el español adora, en cambio, esa elasticidad congénita del italiano, para quien
todo acaba arreglándose porque las palabras fin o imposible no pertenecen a su
cultura, ya que en este país todo puede volver a empezar y todo puede acabar en
milagro.
Juan Arias
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28
de marzo de 1984
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