viernes, 11 de mayo de 2018

DON FERMÍN DE PAS

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era
montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias.
En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a
la más soberbia torre.
No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro,
abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en
su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo
más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes
montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el
Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía
más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y
aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas.
Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos
como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un
milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar
las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba
siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En
Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre
de la catedral. […] El Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus
miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos,
aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con
poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no
contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y
jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por
dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las
conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era
gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el
gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
ACTIVIDADES
1.- Relaciona y explica las expresiones siguientes:
levantando con la imaginación los techos
había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas
2.- Explica el siguiente símil:
como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos
3.- ¿Qué nos quiere decir con esta frase?:
Vetusta era su pasión y su presa
4.- Explica el contraste entre las palabras fisiólogo/gastrónomo y escalpelo/trinchante.
5.- Relaciona la palabra gula con gastrónomo y trinchante.
Y bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con más
altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de un poema heroico leído en la
juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había
pintado en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo
en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba
en el camino; lo importante era seguir andando. Pero estos sueños según pasaba el tiempo se
iban haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son las perspectivas de la
esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos acercamos al término de nuestra ambición,
más distante parece el objeto deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo
que vemos delante es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano
día del sueño...». No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba pudiese, pero cada día
pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo, propias de la juventud.
Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos
idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca;
era el hambre que no espera, la sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco
impuro sin aguardar a descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido.
Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo que le daban
escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en
la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se
entregaba con furor al goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su
presa, la Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el domador
le arroja.
Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho más intensa; la
energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el
amo del amo. Tenía al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de
sus prisiones. En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un
azote de Dios sancionado por su ilustrísima.

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