Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta.
Comprendía lo que se llamaba el barrio de la Encimada y dominaba todo el pueblo que se
había ido estirando por Noroeste y por Sudeste. Desde la torre se veía, en algunos patios y
jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua muralla, convertidos en terrados o
paredes medianeras, entre huertos y corrales.
La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros, aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustense era de la Encimada. Algunos fatuos estimaban en mucho la propiedad de una casa, por miserable que fuera, en la parte alta
de la ciudad, a la sombra de la catedral, o de Santa María la Mayor o de San Pedro, las dos
antiquísimas iglesias vecinas de la Basílica y parroquias que se dividían el noble territorio de
la Encimada. El Magistral veía a sus pies el barrio linajudo compuesto de caserones con
ínfulas de palacios; conventos grandes como pueblos; y tugurios, donde se amontonaba la
plebe vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá abajo, en el
Campo del sol, al Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba sus augustas chimeneas, en
rededor de las cuales un pueblo de obreros había surgido. Casi todas las calles de la
Encimada eran estrechas, tortuosas, húmedas, sin sol; crecía en algunas la yerba. [… ] Los
conventos ocupaban cerca de la mitad del terreno; Santo Domingo solo, tomaba una quinta
parte del área total de la Encimada: seguía en tamaño las Recoletas, donde se habían reunido
en tiempo de la Revolución de Septiembre dos comunidades de monjas, que juntas eran diez
y ocupaban con su convento y huerto la sexta parte del barrio. Verdad era que San Vicente
estaba convertido en cuartel y dentro de sus muros retumbaba la indiscreta voz de la corneta,
profanación constante del sagrado silencio secular; del convento ampuloso y plateresco de las
Clarisas había hecho el Estado un edificio para toda clase de oficinas, y en cuanto a San
Benito era lóbrega prisión de mal seguros delincuentes. Todo esto era triste; pero el Magistral
que veía, con amargura en los labios, estos despojos de que le daba elocuente representación
el catalejo, podía abrir el pecho al consuelo y a la esperanza contemplando, fuera del barrio
noble, al Oeste y al Norte, gráficas señales de la fe rediviva, en los alrededores de Vetusta,
donde construía la piedad nuevas moradas para la vida conventual, más lujosas, más
elegantes que las antiguas, si no tan sólidas ni tan grandes. La Revolución había derribado,
había robado; pero la Restauración, que no podía restituir, alentaba el espíritu que reedificaba
y ya las Hermanitas de los Pobres tenían coronado el edificio de su propiedad, tacita de plata,
que brillaba cerca del Espolón, al Oeste, no lejos de los palacios y chalets de la Colonia, o
sea el barrio nuevo de americanos y comerciantes del reino. Hacia el Norte, entre prados de
terciopelo tupido, de un verde obscuro, fuerte, se levantaba la blanca fábrica que con sumas
fabulosas construían las Salesas, por ahora arrinconadas dentro de Vetusta, cerca de los
vertederos de la Encimada, casi sepultadas en las cloacas, en una casa vieja, que tenía por
iglesia un oratorio mezquino[…]
PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN
1.- ¿Qué parte de la ciudad era La Encimada?
2.- ¿Quiénes vivían allí?
3.- ¿En qué condiciones vivían los habitantes de La Encimada?
4.- ¿Qué edificios se podían encontrar en este barrio?
5.- ¿Qué era el Campo del sol?
6.- ¿Por qué dice que la Revolución de septiembre había robado?
7.- ¿Quién piensa esto?
8.- ¿Por qué el Magistral está triste?
9.- ¿Por qué crees tú que los antiguos conventos han sido convertidos en edificios civiles?
10.- ¿Qué era La Colonia?
11.- ¿Dónde estará el Magistral? ¿Qué estará haciendo?
Y mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los árboles se les dejaba
campo abierto para alargarse y ensancharse como querían, los míseros plebeyos que a fuerza
de pobres no habían podido huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados
en casas de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas sobre otras, y se metían los tejados por los ojos,
o sean las ventanas. Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino, brincan y se encaraman en los lomos de quien encuentran delante.
A pesar de esta injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de sus ojos, sin que le
irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica,
sobre todos. La Encimada era su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que
ejercía. El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas al Campo del
Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios, negros por el carbón y el hierro
amasados con sudor; los que escuchaban con la boca abierta a los energúmenos que les
predicaban igualdad, federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les
hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultratumba. No era que allí no tuviera
ninguna influencia, pero la tenía en los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe
católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si moría un
obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de
lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía ilusiones. El Campo del Sol se les iba.
Las mujeres defendían allí las últimas trincheras. Poco tiempo antes del día en que De Pas
meditaba así, varias ciudadanas del barrio de obreros habían querido matar a pedradas a un
forastero que se titulaba pastor protestante; pero estos excesos, estos paroxismos de la fe
moribunda más entristecían que animaban al Magistral. No, aquel humo no era de incienso,
subía a lo alto, pero no iba al cielo; aquellos silbidos de las máquinas le parecían burlescos,
silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta aquellas chimeneas delgadas, largas, como
monumentos de una idolatría, parecían parodias de las agujas de las iglesias...
El Magistral volvía el catalejo al Noroeste, allí estaba la Colonia, la Vetusta novísima, tirada
a cordel, deslumbrante de colores vivos con reflejos acerados; parecía un pájaro de los
bosques de América, o una india brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes.
Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados todos los colores del
iris como en los muros de Ecbátana; galerías de cristales robando a los edificios por todas
partes la esbeltez que podía suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada,
lujo vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la ciudad de un
usurero o de un mercader de paños o de harinas que se quedan y edifican despiertos. Una
pulmonía posible por una pared maestra ahorrada; una incomodidad segura por una
fastuosidad ridícula. Pero no importa, el Magistral no atiende a nada de eso; no ve allí más
que riqueza; un Perú en miniatura, del cual pretende ser el Pizarro espiritual. Y ya empieza a
serlo. Los indianos de la Colonia que en América oyeron muy pocas misas, en Vetusta
vuelven, como a una patria, a la piedad de sus mayores: la religión con las formas aprendidas
en la infancia es para ellos una de las dulces promesas de aquella España que veían en sueños
al otro lado del mar. Además los indianos no quieren nada que no sea de buen tono, que
huela a plebeyo, ni siquiera pueda recordar los orígenes humildes de la estirpe; en Vetusta los
descreídos no son más que cuatro pillos, que no tienen sobre qué caerse muertos; todas las
personas pudientes creen y practican, como se dice ahora. Páez, don Frutos Redondo, los
Jacas, Antolínez, los Argumosa y otros y otros ilustres Américo Vespucios del barrio de la
Colonia siguen escrupulosamente en lo que se les alcanza las costumbres distinguidas de los
Corujedos, Vegallanas, Membibres, Ozores, Carraspiques y demás familias nobles de la
Encimada, que se precian de muy buenos y muy rancios cristianos. Y si no lo hicieran por
propio impulso los Páez, los Redondo, etc., etc., sus respectivas esposas, hijas y demás
familia del sexo débil obligaríanles a imitar en religión, como en todo, las maneras, ideas y
palabras de la envidiada aristocracia. Por todo lo cual el Provisor mira al barrio del Noroeste
con más codicia que antipatía; si allí hay muchos espíritus que él no ha sondeado todavía, si
hay mucha tierra que descubrir en aquella América abreviada, las exploraciones hechas, las
factorías establecidas han dado muy buen resultado, y no desconfía don Fermín de llevar la
luz de la fe más acendrada, y con ella su natural influencia, a todos los rincones de las bien
alineadas casas de la Colonia, a quien el municipio midió los tejados por un rasero.
PREGUNTAS DE COMPRENSIÓN
1.- ¿Qué recursos se utilizan para describir las casas de los pobres?
2.- ¿Le preocupan al Magistral las desigualdades sociales? ¿Qué querrá decir esto de la Iglesia?
3.- ¿Quiénes serán esos energúmenos que predican federación y reparto?
4.- ¿Qué se entiende por "reparaciones de ultratumba"?
5.- ¿Con qué compara las chimeneas y el humo de las fábricas? ¿Qué valor simbólico tiene?
6.- ¿Cómo está caracterizada la Colonia desde el punto de vista urbanístico?
7.- ¿Siente interés el Magistral por la Colonia? ¿Por qué?
8.- ¿Son practicantes los americanos? ¿Por qué?
mucho texto
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